martes, 14 de abril de 2009

armero




13 de noviembre


Una madrugada, después de ducharme y ponerme los vaqueros y aquel saco azul oscuro que nunca me gustó, fui hacia la habitación de mi madre porque la escuché sollozar, no la recordaba despierta nunca antes a esas horas, así que con algo de extrañeza me acerqué a su habitación (mi padre estaba en uno de sus numerosos viajes que jamás terminé de comprender). Sentada en la cama, con la luz de su mesa de noche encendida, mi madre cambió el sollozó por las lágrimas descontroladas, esto pasó al vernos a mi hermano mayor y a mi entrar en su habitación. En lágrimas nos dijo que llevaba toda la noche intentando hablar infructuosamente con mi hermana que estaba con su esposo en la casa del pueblo y que hacía apenas unos minutos, un piloto de avioneta agrícola había sido conectado en directo a la radio que estaba escuchando y había dicho que Armero, el pueblo, mi pueblo, nuestro pueblo, había desaparecido debajo de un mar de lodo, dijo textualmente “Armero es un gran mar de silencio y soledad”. Dejé mi pequeña mochila al lado de la gran cama de mis padres y me acosté en ella boca arriba, escuchaba llorar a mi madre pero no la veía, observaba el marrón oscuro del techo de su habitación, casi negro por la falta de luz, miraba, miraba y miraba, pero no lloraba.
Fue así como, a mis 6 años, el 13 de noviembre de 1985, me enteré de la desaparición de mi hermana, de mi casa y de mi pueblo.
Pasaron los días y ya habíamos perdido toda esperanza con la casa y con el pueblo, pero no con mi hermana, mi padre la siguió buscando entre los miles de sobrevivientes, unos amnésicos, otros completamente locos, muchos simplemente desolados, aterrados porque su pobreza había quedado en absolutamente nada. No sabría decir cuanto tiempo la buscó activamente pero estoy seguro del momento en el que perdió toda esperanza.
El 13 de noviembre de 1988 estábamos conmemorando la fecha frente a las tumbas simbólicas de mi hermana Carolina y su esposo David que alguien había convencido a mi padre que pusiese (porque intuyo que él no lo estaba). Las tumbas fueron puestas en el lugar en el que creíamos que podía estar nuestra casa, no había una forma clara de establecer donde quedaba exactamente antes de la tragedia, ya que sólo el campanario de la iglesia y otros edificios como el hospital quedaban a la vista, así que un mapa imaginario, un reconstrucción mental de todos los sobrevivientes y familiares fue dejando miles de cruces y tumbas a lo largo y ancho de un valle desolado, haciendo un mapa de muertos no encontrados y calles y casas invisibles. Es poco claro para mi que hacíamos delante de las tumbas, tal vez alguien rezaba, otros lloraban, otros caminábamos alrededor sin saber muy bien que hacer, lo que si tengo claro es que mi padre no miraba las tumbas, dirigía su ojos al horizonte, a ese mar de cruces y sueños naufragados que tanto había amado y no sólo contemplaba los sueños de toda esa gente, también los suyos, esos sueños suyos que se quedaron ahí, en ese valle. A la hora de volver hacia los carros, mi padre decidió hacer un camino diferente, nos pidió que lo recogiésemos en la carretera, más adelante; algunos lo acompañaron, yo, con mi madre y otros más nos dirigimos al carro, sin embargo antes subirnos para partir, un llamado, un grito, nos llegó desde el lugar en el que aquellos habían empezado a caminar, en dirección directamente opuesta a los carros, era tal vez mi prima la que nos llamaba y pedía que fuésemos donde ellos estaban. A unos doscientos metros de las tumbas de mi hermana y su esposo encontramos a todo el grupo mirando una zanja en la tierra. Mi padre lloraba en silencio, sus lágrimas atravesaron mi cabeza de niño como un tren ruidoso, la zanja era un paso de agua abierto recientemente por una maquina, en el lecho del riachuelo improvisado, debajo del agua cristalina, estaba el suelo de lo que fue nuestra casa, el agua había limpiado el lodo de las baldosas que se amontonaban unas con otras, como los recueros que de ellas emanaban. Entonces vi como mi padre me miraba, por un segundo, tal vez menos, y tal vez en ese momento pensó que era hora de dedicarse a sus hijos todavía vivos, o tal vez Carolina le hizo más falta que nunca y su dolor de padre se intensificó, se profundizó, se convirtió en duelo. Lo cierto es que a partir de ese momento, para él, su hija estaba oficialmente muerta y por extensión para mi, que todo lo veía con los ojos de mi padre.